Diario de una premamá (7)





GLAMOUR.

A los cuatro meses de gestación puedo concluir ya que el embarazo es de todo, menos glamuroso. Y yo no me puedo quejar. He pasado el primer trimestre casi perfectamente, empezando porque me enteré de que estaba embarazada a los dos meses y porque casi no he tenido náuseas.


Apenas una serie de olores me hacían tener arcadas, como el aroma fuerte de vela al apagarse o el del lavavajillas al abrirse. Unas náuseas que he sobrellevado con dignidad y que no me han hecho parar en mis quehaceres diarios, pero que han provocado que Jota me empiece a llamar “monstruito”.


Tengo una amiga embarazada de dos semanas más que yo que se ha planteado trasladar su colchón al baño y que al final ha tenido que recurrir a las pastillas para no vomitar cada una de las comidas que toma.

Comparándonos, mi embarazo es como un paseo por las nubes.

O lo era, hasta el cuarto mes. He leído que los gases (queda más elegante llamarlos “problemas gastrointestinales”) son frecuentes durante el embarazo. Pero para todo hay un límite. Tardo tiempo en asimilar que debo abandonar la comida picante… pero entonces me doy cuenta de que cualquier otro tipo de alimento me los sigue generando. Comienzo a sangrar (por el culete) al ir al baño y decido acudir al médico.


En la sala de estar del ambulatorio me acuerdo de que mi médico se acaba de jubilar y que en su sustitución han puesto a un andaluz graciosete. Perfecto. No sólo voy a tener que poner el culo en pompa, también tendré que escuchar chascarrillos…


Una hora de espera después (eso implica que el nuevo médico se toma en serio su trabajo) mi hermana me insinúa por whatssapp que puede ser alguna almorrana. Me percato entonces de cómo se comprueba su presencia y empiezo a dibujar en mi mente el físico del nuevo médico, al menos lo que recuerdo: muy moreno, más bien chaparrete, de complexión fuerte, manos de labrador y dedos tamaño morcilla de Burgos.

Vale, es suficiente.

Es hora de salir corriendo escaleras abajo o de tirarse por la ventana a modo Spiderman. Se abre la puerta y escucho mi nombre. Mierda. La gente que lleva esperando como yo una hora me mira intensamente para que apresure el paso.
Mientras relato lo ocurrido al médico estiro mi cabeza para ver más allá de la pantalla del ordenador y comprobar el grosor de sus dedos… Sí, he exagerado. No son morcillas de Burgos, se quedan en salchichas alemanas.
Pero me libro de ellas. Me hace una exploración externa y me receta varias pomadas y cualquier infusión de hinojo y anís para calmar los gases. Salgo casi a brincos de la consulta y me dirijo a gastarme “las perras” a la farmacia.


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Parece que regalan caramelos, porque hoy está llena. Cuando llega mi turno me acerco a la oreja de la farmacéutica y susurro: “Además de estas pomadas, ¿me puede dar una infusión de hinojo y anís para calmar los gases? Me lo ha recomendado el médico. Estoy embarazada”. Ella se gira, mira atenta la estantería y grita mirando al interior de la botica: “¡¡Fer,¿ qué infusión le doy a una embarazada con muchos gases?!!”. Suspiro mientras bajo la cabeza derrotada. Todo el pueblo sabe ya que la tripa incipiente no sólo se debe a que llevo a Lentejita dentro.

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